Andrea escribe
de forma desinhibida, fuerte, oscura y hermosa. Su corazón caliente hace que la
respiración se nos complique, cada anécdota es fantástica. Sus
letras nacen del roce, del gusto y del tacto.
Cada vez es más evidente que escribe para recordar y para hacernos notar
como arde la conciencia. Armijos le da colores al cielo y la tierra, su prosa nos
distrae hasta llorar porque es el combustible brillante que nos desahoga.
Del borde
Ya no voy a
dormir con el lodo,
no hace falta.
El lodo se come
la lluvia,
gracias a ella
brotan los minúsculos
retazos de
vida aguada
que después se
califica
de malahierba.
Ya no hace
falta
que me
recueste
en las
hendiduras de la sal
y llore,
o pataleé.
Ya no hace
falta.
Ya no sirve.
A la edad del
pasado
la respiración
se complica;
los huesos
empiezan a desanimarse,
a descolocarse.
El aire es
menos rosa
y la palidez
de los pies
es cada vez
más evidente.
Prefiero no
dormir más con el lodo
porque así
hay menos excusas
para faltar al
trabajo,
para comer
sano
y leer poesía
que no se entiende.
No duermo ya
nunca con el lodo,
así no brotan
de mí
hojas verdes
que en
veinticuatro horas
se secan, se
mueren
y se vuelven
lodo,
como el lodo
en el que
alguna vez desperté.
Credo
No creo en dios, aunque poderoso ciertamente,
No sé si en mi
padre que a veces olvida mi edad.
En el cielo,
en la tierra,
en sus colores
de mano distraída
que se
desgarran antes de las seis de la tarde.
Creo en jesucristo
porque es una
anécdota
fantástica.
en el señor
que me sostuvo en sus brazos
muchas veces
antes de morir y saber
que mi gracia
era nula, mi espíritu el menos santo.
Nací del roce,
del gusto y el tacto
que a la vez
siempre me hará virgen,
padeciendo
bajo el poder del miedo,
de las luces
de colores sobre la cara.
Mi ego,
después de estos años
fue
crucificado, muerto y sepultado.
Mi miedo
Ruinmente exorcizado
Para resucitar
disfrazado de malcriadez
y mandarme a
sentar
como un dios
sin cabeza
juzgando a
vivos,
a muertos,
a poetas
e ingenieros.
Creo en las
mujeres
para las que
me sonrojé
sintiendo
vergüenza y asco.
En la divina
empresa de la comunión
a la que
renunciamos,
a la aburrida
e infinita lista de santos
que no han
sido canonizados
porque sí se
han desnudado,
pero tienen
las rodillas limpias.
Creo en
perdonar
sólo cuando el
pecado
no involucre
decirse la verdad.
Creo en la
carne que sí muere,
se pudre y se
eternaliza
en el aliento.
No creo en la
vida eterna,
mi abuelo y mi
perro están muertos,
mi corazón
vacío.
No creo en los
bisílabos,
Manipulan con
ganchitos punzantes la lengua
Y no creo en
credos
porque son muy
largos.
Restregar
Un niño se restriega contra un cono
un cono
fosforecente de tránsito
de tránsito
hacia la pubertad
pubertad que
se desinfla en sus pantalones
Los demás
niños gritan y corren
Corren dentro
de sus infancias
Infancias aun
vivas, táctiles, aún despiertas
Despiertan el
ánimo del niño restregador.
El cono sufre
al tiempo maduro
Maduro en
medio de la insaciabilidad.
El niño
revierte su instinto
Instinto que
lo lleva a amar al cono
El cono cae
sin que nadie lo note
Noté su
debilidad.
Y el niño
sigue jugando
Jugando a ser
niño
En un mundo de
conos deformes.
J'ÉTAIS
Quand j'étais petite me dolía mucho la realidad y mi única salida eran los helados de las dos y media de la tarde. Hay una canción que cantaba en el recreo y aunque no tenía letra (o no me la sabía), la melodía se repetía, dolorosa, atenuante, triste, rebelde y gris. Llevaba mis muñecas al salón y lloraba la soledad en forma de diálogos dramáticos, telenovelas en bruto, un poco de música, la lonchera de Angelica Pickles en tercera dimensión, colores y la esperanza del helado de las dos y media de la tarde. Petite, petite. Miedo, asco, la clase, los números, Pedro, el niño que se bajaba los pantalones, miedo, miedo y la esperanza del helado de las dos y media de la tarde. Quand j'étais petite ya me quería morir. Ya quería morir o ser un adulto.
Es todo lo que quiero. En un tiempo en el que no duele comer ni correr, ni sudar porque el sudor no es ya el recibo de la quema de calorías y el vientre plano, sino el combustible brillante de nuestra despreocupación. En el parque, pisar caca, reírnos y correr, subir a los columpios, comer papas fritas de una funda extraña, sin marca, helados que se derriten por el sol y hay que chupar y chupar rápido. Los columpios que suenan a romperse pronto e imaginar salir volando de ellos, pero no importa la muerte. Bajar a toda velocidad por la resbaladera sucia, sin sostenerse con los pies en el camino por miedo a romper el pantalón. Y seguir corriendo, detrás los perros que con sus patas sucias ensuciarán el aire, las manos, la ropa y el paseo, pero no importa nada de eso. En el parque, con miedo de que se acabe la luz, lo único que importa, y pelear por las migas de papa y entonces comprar dos fundas más y chuparse los dedos, aunque también estén condimentados de tierra y pelo de perro y polvo de metal de los juegos. Pero no importa. Y chupar rápido el helado antes de que se derrita y gritar si el último pedazo, el más rico, el más deseado se cae al suelo y quedarse con el palo en la mano y lamerlo hasta que cada grumito sabor a mora se desvanezca y botar el palo por los aires y correr. Y no pensar en porciones, en raciones, en repeticiones, en rutinas. Y no sentir ese dolorcito húmedo después de gastar uno, tres, veinte dólares en impresiones, sesiones, repatriaciones. Ir al parque, comprar un par de helados baratos y tres fundas de papas fritas para compartir, correr sin miedo, sin cansancio y acariciar por última vez las nubes sin preguntarse por qué están ahí y cuánto cuesta comprar un viaje hasta sus cumbres.
Ya no me acuerdo por completo de las sensaciones, pero
escribo para recordar y para hacerte notar que desde la última vez que me
saludaste me siguió ardiendo la conciencia por nunca haberte conocido un poco
más, por no haber pasado de ser compañeras conocidas, ni siquiera compañeras
amigas, apenas conocidas. Empecé a sentirte como te sentí el día que entré al
salón y en mi taradería adolescente me había dibujado el logo de Queen en todo
el antebrazo derecho. Creía que me veía muy intrépida, a todas las demás les
gustaba otra música. Estabas a un lado y tú te diste cuenta, tú lo señalaste:
habías hecho lo mismo, pero con el logo de algún rapero, cuyo nombre ya no
recuerdo (es lo que menos me importó, lo siento). Desde entonces quería verte
más seguido, sonreírte de vez en cuando, ayudarte con alguna pregunta de algún
trabajo que no comprendías. Claro que a la vez me daba mucho miedo. En la casa
me habían enseñado otras cosas, unas muy diferentes y muy rectas, eso que
estaba sintiendo no tenía nada que ver con lo que me habían enseñado a pensar que
tenía que sentir desde que reventaron el globo rosado “¡It’s a girl!”. Me borré
muchas veces el corazón caliente; sin embargo, te seguía sintiendo de esa forma
rara y quería ser como tú: desinhibida, fuerte, oscura y hermosa. Pero casi
nunca hablamos, placer culpable.
Escribo ahorita para mí misma, pues aun hablamos (hace
unos tres meses que no hablamos) y honestamente me daría mucha vergüenza que te
enteraras. Éramos aún un poco tontas, adolescentes, pero nos gustaban cosas
parecidas: los libros con tapas duras y negras, la clase de filosofía, las
palabras bonitas y difíciles del profesor de literatura.
Solo escribo para hacerte saber cómo me sentía cada vez
que aparecías detrás de la reja, cada vez que empujabas la puerta metálica y
entrabas asestando dos pisadas enormes en el pasto sintético, el balón en una
mano y tu ropa en la otra. Quince minutos antes yo ya había llegado, había
dispuesto mi espacio en el graderío (alejándome de las demás), me había bañado
en bloqueador, cambiado los zapatos, escondido mi celular en la mochila y
empezado a calentar. Sobre todo, había encontrado un punto estratégico en la
cancha desde el cual pasaba desapercibida y desde el cual era fácil vigilar la
puerta y un mínimo ángulo del exterior, siempre esperando que no llegaras. No,
no quería que llegaras. Soy un oxímoron, pensaba. Esa palabra la aprendí en la
clase de teatro y desde que te sentía como te sentía, yo me pensaba un
oxímoron. Quería verte todo el tiempo, admirarte, pero también quería que nunca
aparecieras en las prácticas y menos en los partidos de campeonato. Si
entrabas, era seguro que me equivocaría en los pases, marcando, incluso si ya
estaba frente al arco con el balón bajo un pie y nadie siguiéndome, casi por
obligación erraba el gol. No había opción. Deseaba que no entraras, y
paralelamente no podía esperar más para verte en la mitad de la cancha gritando
que te llegara el balón, malabareando con él como si fuera de goma y
especialmente ansiaba ese suave dolor dulce que me hacía cosquillas cada vez
que decías “bien” alguna de las pocas veces que no me equivocaba en tu
presencia. Pero casi siempre llegaste. Y casi siempre me equivoqué.
Biografía
Andrea Armijos Echeverría. (Quito, 1996). Estudiante de posgrado en Culturas y Literaturas Latinoamericanas y profesora de español en The Ohio State University, Estados Unidos. Licenciatura en Artes Liberales por la Universidad San Francisco de Quito, con especialización en Literatura e Historia del Arte. Segundo lugar en el concurso de Cuento y Caricatura Feriado Bancario (Ministerio de Cultura, 2013). Tallerista de Escritura Creativa en la Casa de la Cultura Ecuatoriana (2013-2015). Ganadora del concurso-beca de relato Interpretatio 2013 de la USFQ. Ganadora del Lucha Libro Quito 2016. Ha escrito y publicado ensayos y artículos en revistas nacionales e internacionales. Autora del libro de cuentos y prosas poéticas "Cómo tratan las mujeres a sus peces dorados" (FLAP, 2016). Antalogada en "Despertar de la Hydra: Antología del nuevo cuento ecuatoriano" (La Caída, 2017), en "Señorita Satán: nuevas narradoras ecuatorianas" (El Conejo, 2017) y “Ecuador en corto: antología de relatos ecuatorianos actuales” (Universidad de Zaragoza, 2020). Ha trabajado como docente de Lengua y Literatura y editora.
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